Aquella noche decidí marcharme a dar un paseo por
las afueras del pueblo. Hacía una temperatura agradable y una brisa suave
invitaba a pasear a la luz de la luna. Tomé el camino que lleva hacia el lago.
Tras andar unos diez minutos salí por fin del pueblo, que quedó a mis espaldas,
de fondo aún me acompañaba el lejano sonido de las campanas de la torre de la
iglesia, rodeada de casitas bajas de piedra y calles, en su mayoría estrechas y
sinuosas. Las campanas marcaban las once de la noche. Encendí un cigarro
mientras me iba adentrando más y más en la oscuridad, apenas iluminada por la
tenue luz de una luna en cuarto creciente. Acompañado por los sonidos de la
noche llegué a las orillas del lago, que vestía aquella noche un manto de estrellas
que el viento mecía sutilmente a mis pies. Ya no recordaba lo maravilloso que
era el cielo reflejado en las calmadas aguas del lago, ya no recordaba el color
del cielo nocturno, azul y negro, cuajado de estrellas… las luces de Madrid me
habían hecho olvidar lo maravillosas que son las noches, lo bello que es el
cielo, lo puro que es el aire… Sumido en estos pensamientos me abordaron miles
de recuerdos de mi infancia en aquellas orillas, recordaba los primeros días
del mes de mayo, corriendo entre los verdes campos regados por las lluvias de
abril y que en aquel mes se llenaban de colores y aromas a causa de la
primaveral flora, recordaba las flores silvestres que cortábamos para nuestras
madres, quienes adornaban con ellas la entrada de la casa. Recordaba las
interminables carreras y juegos que allí librábamos, recordaba como, cuando el
calor apretaba, todos íbamos al lago a darnos un baño y seguíamos con los
juegos y las carreras… Me tumbé en la hierba bajo un chopo, dejé
mis ojos perdidos en el infinito, divisando, entre las hojas del árbol que me
acogía, la grandeza del estrellado cielo y la belleza de la luna, blanca y
brillante, con la grandeza de la luz que del sol reflejaba. Mi respiración se
fue haciendo pausada, profunda. La brisa me susurraba al oído canciones de
tiempos antiguos, el sonido del agua, levemente agitada, me mecía…
No sé cuanto tiempo estuve
dormido, pero debió ser bastante, la luna ya estaba muy alta, por lo que
debía ser de madrugada. Me incorporé despacio, algo entumecido por haber estado
dormido en el suelo, mi vida en la ciudad me había hecho perder esta habilidad.
Entonces la divisé, una espectral figura, parecía no haberse percatado de mi
presencia, embelesado por tal mágica visión me acerqué poco a poco. La luz lunar
la envolvía, el aire movía sus ropas y su pelo. A medida que me iba acercando
nacía nuevamente en mí aquella extraña presencia que sentí esperando el
autobús, sólo que, esta vez, la podía ver. Sentí como mi ser, que hacía meses
había huido de mí en busca de tan esperada visión, volvía conmigo, me tomaba de
la mano y me devolvía, por fin, la tan ansiada sensación de ser y estar en mí.
Una vez más se paró el tiempo a mis sentidos, mi corazón pareció pararse, la
sangre pareció helárseme en las venas, a mis oídos llegaba una música que nunca
antes había escuchado y que jamás creo que vuelva a sentir. Las aguas del lago
parecieron unirse a tan majestuosa música y desde su cuenca la siguieron con
una danza que recordaba a las llamas de una hoguera. Las ramas de los árboles
hacían los coros a tan celeste opera, y ella se giró. Su pelo brillaba como el
oro a la luz de la luna, sus ojos, del color de las aguas del más cristalino
mar, de más azul océano, con el brillo del más estrellado cielo, me miraban y
penetraban, a la vez que los sentía, clavados en mí, como el más ardiente
fuego. Mi corazón, helado por el pavor y paralizado, se vio liberado, tomó de
sus ojos todo su fuego, y empezó a latir nuevamente, primero despacio, después,
poco a poco, fue tomando velocidad a la vez que sus manos tomaban las mías y
las entrelazaba con las suyas. La volví a mirar, era joven, de tez morena a
pesar de su pelo claro y sus ojos turquesa. Su gesto era sereno, seguro y en
sus labios podía descubrir el color del amor y la pasión. Quise preguntarle
quién era, pero no conseguía articular palabra alguna, sólo lograba mirarla a
los ojos y desear, desde lo más profundo de mi corazón, que este momento fuese
eterno. Que todo el cosmos siguiese así, parado, mientras nos mirábamos…
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