jueves, 4 de octubre de 2012

Una Sentencia Peligrosa (XVI)



    “Claudia, Claudia, Claudia... ¿qué es lo que has hecho? No eras tú la destinada a mis redes, no era para ti mi locura... no eras tú la que había de probar mi veneno... pero si así lo quieres... así será. Ingenua, ¿vas a darme tu vida en rescate de la suya? No ves acaso que él no te ama, no ves que no te quiere. No merece tus lágrimas, no merece que des por él nada y menos tu vida. Tú mereces ser feliz y él te amarga el alma, te traicionará en cuanto te descuides. ¿Por qué tomaste en aquel beso su amargura? Era todo mío, lo tenía sumido en mi poder y ahora... ahora quieres que te tome a ti en su lugar y te pierda en el olvido ¿quieres? Morirás y para él será escándalo tu muerte y locura tu vida. Sumida en la pena serás pasto del olvido y él seguirá buscándome... enamorado de mi ensoñadora presencia, de mi mentirosa apariencia. Ahora duerme joven Claudia, da reposo a tus ojos y calma a tu corazón, pronto se verán sumidos en la angustia y por último... en las oscuras sendas del infierno”

    Cuando entré en su cuarto ella se desvanecía una vez más como antes hubo hecho conmigo, no obstante, en el ambiente, seguía su esencia pululando y en el aire aún resonaba el eco de sus palabras, no se dio cuenta de mi presencia, como yo no me di cuenta de la suya antaño. Por fin descubrí quién era, quieto en el umbral de la puerta empecé a recordar, a mi mente vinieron imágenes y hechos, días y lugares que habían quedado dormitados en mi interior y que gracias al sacrificio de Claudia ahora manaban a mi conciencia... sí, ahora la veía otra vez, en los días de mi infancia y juventud, pero aún no la sabía, ahora la veía, dominando y condicionando cada paso, cada acto, cada decisión. Disfrazada de libertad me mecía a su antojo. Durante algún tiempo su fuego se extinguió para volver con mayor violencia, y ahora... el amor de una mujer, de la mujer de mi vida, la había extinguido de nuevo... para siempre.
   Volví en mi mismo y corrí hacia la cama en la que yacía Claudia, pálida, fría, casi sin pulso. De sus ojos bajaban lágrimas, lágrimas de extraño brillo espectral. Traté de despertarla, traté de hacerla entrar en calor, pero en mis brazos su vida se iba escapando y no podía hacer nada. Las lágrimas que un día ella derramara sobre mi, ahora las derramaba yo sobre su inerte pero aun vivo cuerpo. La abracé, abrió sus ojos y pude ver el brillo del amor que ama hasta el extremo de dar la vida. Tomó aire y en ese aire tomó mi vida... y exhaló el aliento frío de muerte, con la calidez de la vida que fugada se iba. Una extraña brisa llenó toda la estancia y una fragancia a rosas llegó hasta mí. Claudia, quien se hallaba muerta entre mis brazos, cambió el gesto de su cara, al instante se lleno de paz y de luz y la palidez de su rostro fue, poco a poco, dejando paso a los colores de la vida que ya no poseía. La tristeza la había consumido por completo y en un acto heroico la paz la llevo al lugar del que provenía. 

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